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domingo, 22 de febrero de 2015
La brisa triste de aquel julio en la isla de Achinech
El viejo correíllo avanzaba lentamente hacia Santa Cruz, Manuel Toledo se refugió en la parte menos transitada del barco, no podía permitir que los falangistas y guardias civiles lo identificaran, su rostro era demasiado conocido por su actividad sindical con las mujeres tabaqueras, siempre junto al diputado del Frente Popular, Eduardo Suárez. Su cara era la misma aunque se hubiera dejado aquel poblado bigote rubio. Seguía escondido entre los bultos de la proa. En el puerto de Tenerife lo esperaba Maite Aizpuru, la joven vasca con la que había compartido aquellos años de lucha en el Partido Comunista, la muchacha de apenas 19 años, que había vagado sola por los montes de Anaga desde la noche del golpe de estado, ese sábado negro de 1936.
El hombre avistó desde el barco a la chica, no hizo ningún gesto, estaba amaneciendo, el muelle estaba repleto de esbirros uniformados, de militares armados hasta los dientes, de requetés custodiando hombres y mujeres esposados, ensangrentados, bajando de camiones para embarcarlos hacia Las Palmas, varios curas acompañados de guardias civiles que parecían celebrar un acontecimiento universal, gastaban bromas sobre algo así como “la santa cruzada”.
Manuel caminó con el cachorro negro metido hasta los ojos, abajo había un guardia de asalto que pedía identificaciones, por un instante todo se le volvió negro, como si el tiempo se parara y no estuviera en la tierra. Se encontró de frente con el policía que lo miró detenidamente: “¿Eres Manolo?” dijo el agente. El hombre lo miró y quiso conocer aquella cara: “¿Qué pasa compadre, donde vas?” insistió, mientras Manuel esbozó una triste sonrisa. Era Abundio Sánchez, el hijo del médico de Valsequillo, destinado en el municipio de Los Silos desde antes de la guerra. Se saludaron mientras Maite observaba temblando desde el otro extremo del muelle: “¿Vienes huyendo?”, le dijo, mientras mascaba tabaco habanero. El joven isleño no pudo más que asentir mientras le rugía todo el cuerpo: “Pasa yo no te he visto, ni sé quién eres, no te conozco hermano”, le susurró al oído agarrándolo del brazo. El muchacho bajó el resto de la escalerilla de madera, dirigiéndose sin rumbo fijo hacia la explanada del puerto. Allí lo recibió Maite con un abrazo leve, un suave beso en la mejilla, metiendo la pequeña mano en su axila con suavidad, le comentó algo ininteligible, solo un objetivo: sacarlo de allí con paso lento y sin mirar atrás.
Atravesaron las calles de la ciudad colonial, había mucho movimiento, hombres detenidos bajando de sus casas maniatados, camiones repletos de presos con destino al campo de concentración Fyffes, mucha gente con miedo, ventanas cerradas, calles mojadas por una ligera lluvia, la normalidad de una urbe hasta hacía pocos meses tranquila, placida, relajada, convertida en un espacio para el terror. Los gritos, disparos, golpes, maltrato en cualquier esquina. Falangistas borrachos haciendo de las suyas, llevándose a mujeres republicanas a sus cuarteles para violarlas, una tristeza que jamás aquel pueblo había visto, un eco lejano de los tiempos de la conquista, varios siglos atrás, cuando otros hombres armados, protegidos con armaduras de hierro, arrasaron por todo un pueblo indígena, aún se sentía aquel olor de cinco años de resistencia, de los heroicos alzados en los pinares de Taganana, los gritos de guerra en sus acciones clandestinas, pedradas, golpes de banot, estratagemas heroicas contra un ejército castellano muy superior en armamento.
Como una chiquilla, Aizpuru, casi no podía hablar por el miedo, era demasiado joven, pensaba Manuel, ante aquel incierto destino, avanzando hacia el barrio de San Andrés, allí la sangre inundaba las calles, solo unos momentos antes habían disparado contra un grupo de anarquistas resistentes, los cinco cadáveres abatidos eran tirados por falangistas de paisano en un viejo camión, todo era dolor, la isla del Teide ya no era aquel territorio de belleza infinita como siempre fue, solo era dolor, luto, llantos de niños y mujeres, alaridos de dolor de madres desesperadas, que se escuchaban en cada casa del viejo poblado pescador.
Los dos entraron en la casita terrera de Jaime Trujillo, el letrado profesor de la Universidad de La Laguna, no había nadie, aquel hogar estaba vacío, pero Maite tenía la llave, Manuel no preguntó nada, se sentaron en el vestidor, ni siquiera miraron en el interior, se quedaron allí en el sillón de mimbre tomados de la mano. No hablaron, solo se abrazaron y en unos instantes pareció que se paraba el mundo, la mujer sintió el olor a salitre y sudor del hombre, Manuel sintió aquella fragancia pura de matorrales y romero, el polvo de retama en aquel pelo negro enredado. Se quedaron allí como ovillados en un solo cuerpo, no había nada que decirse, demasiado dolor, demasiadas muertes de camaradas, sentían que todo estaba perdido, que solo quedaba esconderse como animales heridos, refugiados del fuego de una tormenta eterna.
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