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MARCELO USABIAGA (*)
Nacido en Ordizia en 1916, Marcelo Usabiaga ha tenido una vida de novela que a día de hoy cuenta con todo lujo de detalles. Miliciano en el batallón Rosa Luxemburgo del Partido Comunista, fue también teniente de una batería republicana antiaérea, con 110 hombres a su cargo. Ha sido detenido en cuatro ocasiones, herido de bala tres veces y permanecido preso veintiún años «seguiditos» en distintas cárceles del Estado español durante el franquismo. Insiste en que no se olvide lo sucedido.
Marcelo Usabiaga es un torrente de fuerza, de vitalidad, de dignidad. A sus casi 99 años apenas se le encorva el cuerpo y lleva un paso ligero que estos días ayuda con un bastón. Confiesa que en las últimas dos semanas anda «fastidiado» de la espalda. «Tres veces me han atravesado el cuerpo con una bala y no he sufrido tanto como ahora», cuenta con naturalidad mientras nos conduce al salón.
Bajo una cálida luz naranja que contrasta con el frío de la calle, se acomoda en su sillón para abrir el cofre de sus recuerdos, grabados a fuego, como el tatuaje de su brazo izquierdo que cada día le recuerda sus iniciales y la fecha de su nacimiento. «Me lo hice de joven, de una forma muy rudimentaria: pinchándome con un alfiler e inyectándome tinta china -explica-. Una vez intenté borrármelo quemándome la piel con hierro para evitar que me identificaran, pero no me atreví».
Su relato, lleno de pequeños detalles, de nombres y apellidos, de lugares, de fechas exactas, es una prueba inequívoca de que cuando se vive con tanta intensidad, al límite, es difícil olvidar.
Antes de ser detenido el 10 de abril de 1939 y pasar más de dos décadas en prisión tras ser juzgado y condenado a 30 años, vivió una juventud muy intensa debido a su compromiso político. Siempre mantuvo sus ideas muy claras y actuó en base a ellas. Si volviera a nacer, volvería a repetir hasta la última coma.
Antes de que comenzara la guerra, en 1935, terminó sus estudios, licenciándose en Económicas. Aquel título le permitió, años después, desempeñar ciertas tareas administrativas en el destacamento penal de Arroa, entre otros. Para entonces, Usabiaga ya se había afiliado a la Juventud Comunista en Irun y era miembro de la Federacion Universitaria Escolar (FUE).
Conoció la cárcel de Ondarreta por primera vez en 1934 por haber ayudado a pasar al Estado francés a mineros asturianos tras las fuertes revueltas en octubre de aquel año. Lo mantuvieron aislado varios días.
Aquella fue una de las cuatro detenciones que ha vivido. «La primera fue durante una reunión clandestina, en un bar de Irun. Estábamos tres miembros de las juventudes comunistas y tres de las socialistas. Intentábamos acercar posturas, pero hubo un chivatazo. Nunca supimos quién fue. El caso es que tras pasar una noche en el calabozo, nos soltaron porque uno de los socialistas tenía contactos con un juez», recuerda.
La segunda fue también en Irun, en 1935, por quemar ejemplares del periódico falangista «Arriba España». «Salimos en libertad tras seis días, una vez nos juzgó el juez municipal».
El fusilamiento de su hermano
Su voz, enérgica, se debilita levemente cuando habla de su hermano Bernardo, a quien los fascistas fusilaron el 11 de agosto de 1936 en Pikoketa, en el término municipal de Oiartzun, junto a una veintena de jóvenes. «Él tenía 17 años. Le vi poco antes de que muriera...», recuerda emocionado. Admite que es una herida que aún le duele. «La víspera de que lo mataran, un conocido me llamó a una reunión en el Ayuntamiento, junto a jóvenes comunistas y socialistas para plantearnos lo siguiente: `Camaradas, los requetés han avanzado por la Peñas de Aia y han cogido el fuerte de Erlaitz, han caído los bandos. Como no seamos capaces de recuperarlo, mañana entran en Irun, así que vamos a subir y pase lo que pase hay que hacer frente», cuenta exaltado.
Fueron unos diez u once hombres. «¡Vaya papeleta nos tocó!», rememora: «Subimos y dormimos en un caserío que está bajo las Peñas. Al amanecer, fuimos a coger un fuerte, antiguo cuartel de carabineros, y estratégicamente les castigamos con fusiles a los que venían de Endarlatza, desde Oiartzun. «¡Al asalto!», grita.
«Volvimos victoriosos», afirma. Fue en la bajada hacia Irun, donde pensaban desayunar y descansar, cuando en el camino se toparon con un grupo de chicos, entre ellos su hermano, Bernardo Usabiaga. «Iban a Pikoketa. Sin yo saberlo, resultó ser nuestra despedida. En la falda del convento del Pilar, yo camino de Irun a descansar y él camino de Pikoketa... Allí encontró la muerte».
Las tropas fascistas fusilaron contra la pared de un caserío de la zona a unos veinte jóvenes, de entre 17 y 25 años, enterrándolos después en una fosa común. Solo dos lograron escapar de aquella ratonera: Patxi Arocena y Alejandro Colina. Este último permaneció escondido entre matorrales toda la noche, hasta que al alba pudo escapar y contar lo que había sucedido.
Las familias de las víctimas lograron recuperar los restos óseos años después, en 1978, con la ayuda, entre otros, del forense Paco Etxeberria. «Queríamos saber qué había pasado. Hablé con el del caserío pero... o no quería o no sabía. Nunca supimos con detalle qué pasó, si fue una entrega o qué, porque había mucho chivatazo entonces... aquel hombre escurría el bulto», se lamenta.
No obstante, tiempo después, un familiar de aquel casero señaló más o menos la zona en que habrían ocurrido las ejecuciones. Y efectivamente. «Íbamos todos los días a Pikoketa a levantar tierra, hasta que un día encontramos unas pesetas. Picando y picando, aparecieron zapatos, huesos... muchos huesos. El Ayuntamiento de Irun nos dió a las familias un pequeño féretro que llenamos del todo. También nos cedió un mausoleo en el cementerio municipal donde los enterramos juntos. Y se acabó. Fue muy duro», reconoce, dolorido.
Este relato que le ha sido silenciado durante años, hoy lo cuenta tantas veces sea necesario. «Estoy moralmente obligado a que se conozca lo que pasó, no puede pasar desapercibido, ni caer en el olvido. Me he encontrado con mucha gente a la que le cuentas todo esto y lo pone en duda. Pero yo no exagero, tiene que saberse la verdad, sea cual sea».
Detención y cárcel
Si el comienzo de la Guerra Civil lo pilló en Irun, el final llegó estando en Sagunto, Valencia, participando activamente en ella. «Dirigía una batería antiaérea, compuesta por unos 110 hombres y con cuatro cañones. Veíamos los aviones que venían y los cascábamos. También custodiábamos allí mismo una fábrica de material de guerra».
Al terminar la guerra fue detenido, y entre otras cosas, lo acusaron de haber participado en los fusilamientos del Fuerte de Guadalupe, donde murieron 12 fascistas, y de la quema de Irun. La falsa acusación, tal y como relata Usabiaga, la hizo un tal Isidoro Navarro, amigo de la infancia y de la juventud que después se hizo falangista y lo traicionó. «Hasta que no triunfe la Falange, no hay nada que hacer en España», me dijo en un café de la plaza de Callao, en Madrid, la última vez que nos vimos. Nos despedimos de malos modos», reconoce. Años después desde prisión supo, a través del semanario franquista «La Redención» -oficialmente era la única publicación que se permitía leer a los presos- que Navarro murió en el frente de la División Azul, en la URSS.
¡Y lo que es la vida! Una herida de bala sufrida tres años antes de forma accidental el mismo día en que volvían de Pikoketa lo salvó de aquella falsa acusación. «Desayunábamos en el sótano del casino de Irun cuando a un compañero se le disparó el arma, hiriéndome en este pie», dice, señalando su tobillo izquierdo. Una monja lo atendió en las dependencias de la Cruz Roja.
Cosas del destino, resultó ser la misma monja que de estudiante lo atendió tras sufrir una caída cuando competía en Astigarraga en una carrera ciclista, una de sus pasiones. «Iba segundo, pero en la última cuesta me desmayé y me caí. Entre en meta, eso sí, pero me llevaron a la Cruz Roja». Durante el juicio la monja testificó, negando las declaraciones de Isidoro Navarro. Demostró que en las fechas de los fusilamientos Usabiaga estaba herido de bala y que ella misma lo curó. «El juez comprobó que estuve hospitalizado, y me libre del piquete de fusilamiento».
Aquello lo libró de la muerte, pero no de la condena de 30 años a la que fue castigado. Lo enviaron a la cárcel Modelo de València, pero en lugar de ubicarlo con los presos con penas altas, lo ubicaron con los condenados a muerte, si bien luego lo recolocaron donde correspondía. Del corredor recuerda episodios terroríficos. «Fue una tragedia, dos días por semana nos separábamos, nos despedíamos de unos cuantos amigos que habían convivido contigo en la celda. Los llevaban en una camioneta y pasaban la noche en capilla, todos juntos, unos 120 hombres y mujeres, con cinco o seis curas. Al amanecer los llevaban a Paterna, donde los fusilaban. Eso para el preso que los despide es una tragedia». Tampoco olvida el hambre que se pasa, «mucha, mucha hambre» asegura, ni las palizas ni «los terribles castigos».
De la cárcel Modelo de València lo trasladaron no muy lejos de allí, a la de San Miguel de los Reyes. En 1942, su padre, chófer de profesión, consiguió a través de ciertos contactos de su jefe que trasladasen a su hijo a la prisión de Ondarreta, en Donostia, donde fue empleado como esclavo para construir la avenida de Tolosa de la capital, la misma por la que actualmente transitan a diario miles de coches.
«Llegamos a Ondarreta y me metieron en una celda donde había cuatro ataúdes. ¡Pensé que de allí me llevaban al cementerio! Pero no -cuenta resoplando, aliviado-. Resulta que estaba cerca la enfermería de la cárcel, y era para que tuvieran los féretros a mano».
Construyendo carreteras
«Éramos unos cien presos los que hicimos la carretera y vivíamos aparte del resto de reclusos. A las siete de la mañana salíamos de la cárcel en fila india hasta lo que hoy es la universidad. En el mes y medio en el que estuve teníamos que coger tierra y piedras de la campa, llenar vagonetas y empujarlas entre tres o cuatro. ¡Menuda fuerza había que hacer! -exclama-. La cuestión era nivelar la campa y lo que sería después la carretera asfaltada».
Recuerda con cariño que su madre iba a verle cada día, al atardecer, aunque prácticamente solo podían saludarse. Por los trabajos dice que ganaban dos reales al día y 50 céntimos los sábados. Para comer, llevaban una caldera desde Ondarreta hasta las obras. «El menú era siempre el mismo: alubias, lentejas o garbanzos, sin chorizo ni nada. ¡Ah! Y un panecillo que algunos presos revendían, sobre todo los que fumaban, para poder comprar tabaco en el mercado negro».
En aquella época, Usabiaga admite que pasó «mucho miedo por la cercanía entre San Sebastián e Irun». Por todo lo vivido anteriormente, temía que cierta gente de esta localidad guipuzcoana supieran dónde estaba. Es por esta razón por la que pide a su padre que haga gestiones para que le destinasen a otro lugar. Le dieron a elegir entre tres destinos, decantándose finalmente por el destacamento penal de Arroa, en Zestoa.
El destacamento penal de Arroa
El período que pasó allí fue el único de su cautiverio que permaneció fuera de una celda, ya que allí desempeño, gracias a sus estudios de profesor mercantil, tareas administrativas en las oficinas. «Llegué un 15 de agosto de 1943. Me acuerdo porque era festivo. Al día siguiente el jefe del destacamento nos formó en filas y nos llevó a la iglesia. Yo era novato, y me tocó en primera fila, delante del cura. Cuando acabó la misa nos ordenó besar el crucifijo, ¡pero de eso nada! Me levanté y salí corriendo. Se armó una... porque los más de cien presos salieron detrás». Estos recuerdos aún le provocan carcajadas.
También tiene palabras de cariño para aquel cura, pues resultó que fue el único que le dio dinero, veinte duros, para la fuga que estaba tramando.
Allí permaneció un año. Por su responsabilidad, tenía libertad para desplazarse por ejemplo a la farmacia de Zumaia, a donde acudía en bicicleta para comprar medicamentos para los presos.
En total, calcula que estarían allí unos 110 presos, de entre 25 y 35 años. Eran mano de obra barata, hombres que el régimen empleaba como esclavos. En este caso, los trabajos consistían en construir un tendido aéreo eléctrico entre la fábrica de cemento ubicada a cientos de metros de distancia y la cantera, a pocos kilómetros de la fábrica.
La rutina se vio alterada cuando se enteraron del destino del cemento. «La mitad iba a las zonas devastadas de España, pero la otra mitad se la enviaban a los nazis, a través de Burdeos ¡Ni hablar!», exclama airado.
Reconoce que provocaron averías, pequeños sabotajes que alteraron la producción. «Un preso me avisó de que en dirección escuchó mi apellido. Aquelló no me sonó bien, y planifiqué la fuga como única salida».
Huyó al Estado francés con otros cuatro compañeros. Era setiembre de 1944. «Por el momento hasta Zumaia, de ahí en tren hasta Irun. Subimos el monte San Marcial y de ahí al Bidasoa. Vigilamos a los carabineros que hacian guardia en la frontera. Ya de noche cruzamos a Biriatu ¡con el agua hasta la rodilla, hasta la rodilla, eh!».
Se unió al maquis en el Estado francés y tras mil y una batallas son detenidos por la Guardia Civil. Admite que aquella vez sintió que era la definitiva y que sería fusilado. Ensayó, incluso, la postura para ser ejecutado, erguido. Le avergonzaba doblegarse en el último instante antes del tiro, como solía ocurrirle a la mayoría. Pero tampoco vió la muerte aquella vez. Fue juzgado y condenado a otros veinte años de cárcel. De Ondarreta a Chinchilla (Albacete), Carabanche, Alcázar de San Juan (Albacete) y después a Córdoba y a Puerto de Santa María, en Cádiz, hasta que en 1946 finalmente lo destinaron, como a otros 1.900 presos comunistas, al Penal de Burgos. Esa sería la última cárcel que conoció; allí permenació catorce años hasta que el 10 de junio de 1960 recobró su libertad al cumplir las tres cuartas partes de la condena.
A pesar de estar preso, Usabiaga siguió plenamente activo con su lucha. «Franco, por lo que sea, pensó que era mejor tener juntos en una sola cárcel a todos los comunistas, y precisamente eso nos dió mayor facilidad para comunicarnos, escribir, organizar, instruir...», cuenta. Se convirtió en uno de los escribientes del penal, gracias a su habilidad para escribir con una letra tan minúscula que hacía falta una lupa de gran aumento para poder leer. «Yo mismo me preparaba los bolígrafos -cuenta mientras nos enseña una réplica de uno de sus mensaje-. Empleaba plumillas de dibujo, de diámetro muy pequeño muy pequeño, que lijaba y pulía con una fina lija». Eran tantos los mensajes que salían del interior al exterior, que en una ocasión los responsables de la prisión echaron abajo las paredes de una celdas. «¡Estaban convencidos de que teníamos una radio clandestina!», rie.
Al mes de convertirse en persona libre se casó con su novia, Bittori Bárcena y encontró trabajo en la fábrica de aceros Orbegozo de Hernani, donde terminó siendo jefe de personal.
La cita que tiene con su médico para tratarle la espalda que tanto dolor le está causando pone punto y seguido a un relato emocionante y emotivo que merece ser escuchado. «Otro día saco un café y sigo contando», promete mientras se pone la txapela.
(*) Miliciano republicano y preso durante el franquismo
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