dijous, 28 de maig del 2015

RELATOS DE UN MILICIANO. 3. Manuel Perulero Castillo.



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Ceferino era maestro en aquel pequeño pueblo pacense, de no más de tres mil almas allá en 1936, un maestro republicano que se desvivia por sus niños, aquellos niños azotados por la escaséz, que provocaba el que sus padres tuvieran que vivir, malvivir más bien, de lo que el campo les brindaba, peonadas de higos a brevas, y lo que se le podia sacar al barbecho muy de vez en cuando.

Sin embargo aquella prole de infantes, acudia con inusitada alegria al almacén que un dia ya lejano, sirvió para guardar el grano de las cosechas cuando aquellas eran consistentes y mantenian a todo el pueblo, y que se habia reciclado como improvisada aula para transmitirles, al futuro de la sociedad venidera, los ideales de justicia, de igualdad y de solidaridad en que se cimentaba aquella República, de incierto futuro por los rumores que corrian.

El maestro no se amilanaba, és más, era un acicate y un estimulo para él, sabia que en sus manos tenia el compromiso y la responsabilidad, de forjar un pensamiento solidario y libre en aquellos "proyectos" de personas que algún dia conformarian la sociedad del futuro.

Don Ceferino era muy querido, tenia un gran corazón, se las apañaba para que los niños se divirtieran aprendiendo, sin que traspasaran la linea del respeto, y eso era su gran baza. Era complicado conseguirlo, aquellos niños comian poco y mal, y así era difícil que su atención estuviera garantizada, pero él lo conseguia con dósis de fantasia y haciéndose amigo de ellos, compañero de ellos, algo que no le suponia mucho trabajo, él tampoco andaba sobrado de medios, tenia cuatro hijos de 11, 8, 6 y 3 años, muchas bocas que alimentar, y con su exiguo sueldo y algo de costura que su mujer hacía, iban tirando.

Así transcurria la aventura cultural de aquel hombre, hasta que un frio dia del mes de octubre de aquel fatídico año, a media mañana, se presentaron en la clase unos hombres con uniformes azules y se lo llevaron al cuartelillo de la guadia civil, le dijeron que era mera rutina, que tenia que firmar unos papeles.

Ceferino fué con ellos, no sin antes dejar al cargo de la clase al que consideraba más responsable y uno de los mayores, su hijo Francisco de casi 12 años.

Después de tres interminables dias de torturas y vejaciones, a Ceferino lo subieron a un camión junto con otros vecinos del pueblo, según dicen unos 15, y se los llevaron a un olivar a las afueras del pueblo, allí los fusilaron y los enterraron en una fosa como a tantos otros.

Maria, su esposa las pasó canutas pero eludió el "castigo", bueno és un decir, porque tirar "palante" con cuatro hijos tan pequeños y con sus intermitentes y pobres ingresos de costurera, ya de por sí lo era, pero lo logró a duras penas.

A Francisco no se le olvidó en su vida la última vez que vió a su padre, aquella triste y fria mañana de octubre en que se lo llevaron y en la que le encomendó se hiciera cargo de la clase, aquella clase que ya no lo volveria a ver.

Dos de sus hermanos, los más pequeños, murieron en la hambruna que sucedió a la "guerra", aquella guerra que "mató" a su padre, cuyas "armas" fueron el lápiz, los libros y la tiza en la pizarra, armas "muy peligrosas" porque estimulaban el pensamiento y el ansia del saber de aquellos niños, que por unas horas se olvidaban del trozo de pan y del vaso de leche, el lo conseguía con su habilidad como docente.

Francisco creció, se hizo un hombre, y muchas tardes iba al olivar donde mataron a su padre junto con los padres de otros compañeros de clase, aquella clase en la que quedó como delegado de su padre, cuando se lo llevaron para no volver. Allí paseaba, intentaba intuir donde se ubicaba esa fosa donde sepultaron de mala manera a aquellas inocentes victimas, pero nunca logró localizar el sitio.

Pasaron los años, y Francisco se casó, tuvo un hijo, y cuando este se hizo ya un joven con la mente preparada, empezó a acompañarlo en aquellos paseos al olivar, aquel triste columbario de los restos del padre y abuelo maestro republicano, así, hasta que Francisco falleció con avanzada edad, dejando aquel testigo itinerante a su hijo Guillermo, que así se llamaba.

Un dia, Guillermo, en aquellos paseos que daba al olivar como un rito ineludible y ya sin su padre, sin saber por qué, en un claro en el que se intuía faltaban algunos olivos, por romper de alguna manera la cuadrícula que formaban, se sentó en la angosta tierra y sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo, le pareció oir una voz entrecortada pero serena, decirle, que si algún dia rescataban esos huesos que un lejano dia conformaron la estructura interna, de aquellas personas que dieron su vida por la libertad y por la enseñanza, para que la sociedad venidera no fuera sometida por la incultura y por el fascismo, eso no tendria tanta importancia como seguir transmitiendo esos ideales que fueron los que causaron que estuviéramos allí, nuestros cuerpos, tristemente desaparecidos, estaban muertos, pero nuestras ideas debian seguir vivas por siempre, por mucho que las armas quisieran acallarlas, no lo lograron, y eso se conseguirá manteniéndonos vivos en la MEMORIA, no nos olvidéis nunca.

Fuente: Manuel Perulero Castillo.