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La familia Sagardía pide sacar siete cuerpos arrojados a una sima navarra
CARMEN MORÁN Gaztelu 3 MAY 2015 - 17:51 CEST
Gloria Pedroarena abre la puerta de su habitación en la residencia de ancianos e invita a la periodista a sentarse en su sillón, al lado de la cama. Tiene un porte regio, pero acusa el cansancio de la edad. El pelo corto, blanco, bien peinado, y unas gafas de sol de patillas anchas. Es ella la que ocupara el sillón para contar lo que recuerda de todo aquello. “Quién me iba a decir a mí que estaría hablando hoy de esa historia”.
Pío Baroja lo llamó el país del Bidasoa para definir las montañas navarras que estos días de primavera desafían al sol con un verde fluorescente. Se llama, de verdad, valle de Malerreka y en uno de sus 13 pueblos ocurrió una de las tragedias más espeluznantes de aquellos días salvajes que sucedieron al inicio de la Guerra Civil. Juana Josefa Goñi Sagardía era una mujer de extraordinaria belleza, casada con Pedro Antonio Sagardía Agesta, con el que tuvo siete hijos. Seis desaparecieron con ella, embarazada de nuevo. El mayor salvó la vida porque estaba en el monte con el padre, de carbonero.
En Navarra, el nacimiento no determina la herencia. Deciden los padres, y los de Juana Josefa dispusieron que fuera para ella. “La gastaron pronto, puede que fuera una derrochona, pero era una buena madre”, relata por teléfono su sobrina Nati desde San Sebastián. Tiene 83 años y los achaques propios. Apenas tenía cuatro años cuando aquella oscura sima se tragó a toda una familia, pero recuerda a sus primos merendando en su casa pan con chocolate. “Cuando llegaron las vacas flacas los chicos no tenían qué comer y que si uno robaba una berza, que si otro unas patatas, que si una gallina. Esa fue la excusa para que los caciques del pueblo los expulsaran de allí”, relata Nati. Estos días, la familia pide que, en cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica, se sondee la sima y se saquen los restos para enterrarlos con dignidad, fuera de un agujero inaccesible de 50 metros de profundidad que se ha convertido en un basurero. Allí abajo hay frigoríficos, maderas, piedras. Y otro cadáver, más reciente, que apareció en diciembre pasado, como luego se verá.
José Mari Esparza y la editorial Txalaparta presentan este martes, La sima. ¿Qué fue de la familia Sagardía?, un libro que rescata aquella espantosa historia, el juicio que le siguió y los silencios y leyendas que cubrieron esos valles. “No viviré lo suficiente para agradecerle que haya escrito esto, esta desgracia ha estado siempre presente en mi casa. Mi madre [la hermana de la malograda Juana Josefa] sufrió muchísimo, nos contó la historia a todos, también a sus nietos, todos la saben”, sigue Nati, una de las sobrinas octogenarias. “Quién iba a pensar que hicieran aquella barbaridad”.
Juana Josefa salió del pueblo a mediados de agosto, expulsada por los vecinos y, embarazada de siete meses; cogió a los seis chicos y se instaló en una caseta derruida en el monte que cubrió con unos matojos. A 450 metros de la sima. Desde allí mandó aviso a su marido, en el monte, pero cuando Pedro Antonio bajó al pueblo en su ayuda lo paró la Guardia Civil. “Lo llevaron a la misma prisión, en Doneztebe, donde retuvieron a Pío Baroja, precisamente”, señala Jose Mari Esparza, el autor del libro, que ha buscado los detalles en el sumario del caso. Estuvo preso ocho días y salió con el mandato de alejarse de allí. El dinero que mandó desde el monte con un conocido le llegó de vuelta. Juana Josefa ya había desaparecido y con ella toda la familia.
“Lo sabe todo el mundo. Esa noche del 30 de agosto se oyeron cuatro disparos de escopeta. Quizá los más pequeños lloraban y los mataron… Pero a los otros los echaron vivos a la sima. Todo el mundo sabe que al día siguiente fueron a ver si aún se oían gemidos o llantos allí”, asegura Nati. Pero no hay pruebas de nada. Solo secretos a voces sostenidos en el tiempo. “Después tiraron piedras y troncos. Unos dos días antes, los niños habían merendando con nosotros en casa y una de ellas, Martina, quería quedarse y no volver a la chabola, pero no podíamos tenerla, mi padre estaba entonces en la cárcel. Cuando pasó todo, mi madre no dejaba de repetir: la podía haber salvado, la podía haber salvado”.
Los primeros días de la guerra fueron salvajes en el mundo rural. Los más pérfidos aprovecharon para dirimir lindes, consumar venganzas, callar bocas incómodas, apropiarse de terrenos. Las escopetas iban por libre, adelantando la barbarie bélica que llegaría después y sabiendo que los tiros no encontrarían más eco que el que devolviera el monte. En pleno toque de queda, con las guardias vecinales que se formaban, la gente no abría siquiera las ventanas. Pero en los pueblos todo acababa sabiéndose. “Es imposible que nadie viera en una noche de agosto el fuego que arrasó la chabola en la que vivía la familia, que no se oyeran los disparos”, dice Esparza. Las incógnitas no son ajenas a este relato, a pesar de su peculiaridad: en contra de lo común, hubo una investigación abierta 10 años y ha quedado documentación. En eso tuvo que ver un pariente poderoso, de influencia en el alzamiento militar, “el famoso y cruel coronel Antonio Sagardía, tío del carbonero Pedro, que amenazó con quemar el pueblo si no se aclaraba lo sucedido”. Pero las declaraciones de unos y otros aportaron poca luz. Es tierra de contrabando y bocas selladas. En aquellos años, mandado por el juez, un albañil bajó a la sima, pero a la subida solo relató el hallazgo de piedras, leña y lanas de oveja. Caso cerrado.
El pasado diciembre, unos espeleólogos descendieron de nuevo. El forense Francisco Etxevarría también estuvo allí. Pero lo que apareció nada tenía que ver con lo que se buscaba. El cadáver que emergió pertenecía a un joven de 24 años, desaparecido en la zona en 2008. El secreto de sumario ha paralizado las pesquisas antiguas. Los vecinos han contestado decenas de preguntas sobre este asunto y de paso, entre los verdes prados y las piedras centenarias ha rodado de nuevo la historia de “la sima de la familia”.
Arriba, entre Gaztelu y Donamaría, en la ermita de Santa Leocadia se despacha a gusto Mariluz. “Yo era muy chica, pero mi madre la veía ir y venir a Juana Josefa y siempre decía que era guapísima. Estuvieron siete u ocho hombres en el ajo, ellos fueron los que los mataron. Qué valor. Alguno de ellos murió entre alucinaciones: ‘están ahí, míralos, los veo, en la puerta’; eso dicen”. Y fija la mirada en la montaña mientras cae el sol de la tarde y el verde cobra tonalidades evocadoras. “¿Y sabes qué te digo? Que después de todo aquello siguieron robando gallinas”. Y la quesera Ascen rememora en su caserío el disgusto de su padre porque no evitaron la tragedia. “Siempre lo decía: ‘debíamos haber ayudado a aquella gente”.
En el geriátrico de Pamplona, la mujer de gesto grave, se remueve en el sillón. Ella se casó con el único de los hijos de Juana Josefa que se salvó: José Martín, fallecido en 2007. En la estantería está la foto de la boda. “Él nunca hablaba de esto, pero sabía dónde estaban, en la sima, porque a veces le visitaba gente del pueblo y entonces comentaban… Pero era doloroso. Él siempre llevó algo dentro, pero no lo decía…”. José Martín se metió a requeté, como su padre, que murió joven. Cuando acabó la guerra fue a visitar a sus primos y a la tía, la que le daba pan y chocolate a sus hermanos. La tía Petra le recibió con una bofetada. Le reprochaba que se hubiera ido a la guerra sin saber qué había sido de su familia. Pero luego estuvieron charlando. Esa fue la última vez que lo vieron. Ahora la prima Nati espera saludar a su viuda, Gloria Pedroarena, a quien no conocen. Todos se verán en la presentación del libro de Esparza, en Pamplona, el martes. “Quiero que saquen los huesos de allí, que se les dé un final digno”, reclama Nati. Y la viuda de José Martín, el único hijo que sobrevivió dice con voz serena: “Yo no sé si podemos pedir algo, hasta ahora no me lo había ni planteado y él ya no vive, así que… Yo no sé si esas personas que hicieron eso habrán podido dormir. Quién me iba a decir a mí que hoy estaría hablando de esta historia”.
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