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En la foto, la poeta Angelina Gatell Comas y su hijo Miguel Sánchez Gatell. La tomé en la caseta de nuestra editorial en la edición 2015 de la Feria del Libro de Madrid. Apenas un mes y pico antes Angelina nos había vuelto a dejar con la boca abierta con su discurso combativo durante las actividades de "Vallecas, calle del Libro", en cuya XVI convocatoria había sido la poeta homenajeada. Han sido 16 años de fértil relación editorial y personal desde que el director de la colección Manuel Rico diera con ella por una de esas casualidades que tiene la vida: Gatell ha publicado con nosotros siete libros de poesía en este periodo; un tiempo a veces de sinsabores (se fue con la espinita de no haber podido alzarse con un más que merecido Premio Nacional de Poesía, pero ya sabemos cómo funcionan estas cosas en este país, aunque anduvo cerca de lograrlo con su libro "Cenizas en los labios", en 2012).
Angelina Gatell Comas era una intelectual lúcida e incansable que ejerció como tal hasta el final. Una catalana afincada desde hacía décadas y más décadas en Madrid que nunca renunció a sus convicciones ni tuvo un momento de debilidad frente al olvido. Testigo con sólo cinco años y sobre los hombros de su padre de la proclamación de la Segunda República y, años después, del reguero de combatientes republicanos hacia el exilio y los campos de concentración, ayer, sobre su ataúd, dos banderas: una republicana y otra catalana.
Pero yo quiero ahora hablaros de la Angelina más cercana: recordaba ayer aquella noche de mayo de 2004 cuando me la encontré en el tren nocturno que hacía la ruta París-Madrid (ella volvía de Francia de visitar a una sobrina con quien mantenía una estrecha relación. Y cómo le dolió la muerte de aquella sobrina, años después). La Gatell que cada año acudía al homenaje a Antonio Machado en Colliure. Lectora incansable, la casa de Angelina era el refugio donde la poesía española del siglo XX se escribía con nombres propios: Pepe era José Hierro; Ángela, Ángela Figuera; Blas, era Blas de Otero; Gabriel, Celaya; Paco, Umbral. Recuerdo, con el regusto amargo que dejan las cosas ya irresolubles, cómo no llegamos a buen puerto para publicar a María Beneyto, su gran amiga valenciana, en nuestra serie Lecturas21; su dolor cuando le transmití la muerte de Félix Grande, fallecido otro mes de enero de hace ahora tres años. Fotos de Angelina con todos ellos en las paredes, tertulias en su casa al abrigo del tardofranquismo, las lecturas en el Ateneo... Historia viva de la poesía del siglo XX y comienzos del XXI, Angelina Gatell.
Cuando ya trabajamos en la edición de su último poemario publicado, "La oscura voz del cisne", un día me llamó para comentarme que en la tertulia del Café Gijón, donde ella era asidua desde hacía décadas, querían sacar adelante un libro homenaje a Meliano Peraile (posiblemente uno de los mejores cuentistas en español de los últimos tiempos). Angelina, con 87 años, se metió una currada innombrable para hacer la selección que forma parte del volumen. Un libro que quedó luego embarrancado por sus sucesivas recaídas pero que ayer, durante su velatorio, alumbró de nuevo el camino al poder hablar yo con dos de los tertulianos del Gijón a quien tuve la oportunidad de conocer.
Ese mediodía de hace ahora un par de años, y ante el sonrojo de aquella señora marroquí que cuidaba de la intendencia doméstica de Angelina (y que le reprochaba que invitara a comer a su editor a su casa o a Manuel Rico para hablar de libros), la Gatell me dio a probar unas croquetas caseras cuyo sabor me retrotrajo al de las croquetas que no muy lejos de allí, en la casa de mi infancia, mi madre siempre nos había preparado. Mi madre murió hace veinte años. Angelina Gatell, el sábado pasado. Ya no podremos compartir otro plato de croquetas (como quedó pendiente) pero siempre me quedará su poesía y la gran, gran suerte, de haber conocido y admirado a esta gran dama. Gracias, Angelina.
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