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Víctor Juan. 19-05-2007 - 4 noviembre 2012
Esa era la consigna: castigar a los maestros que habían sido los encargados de llevar al pueblo el mensaje de la República
19 MAYO 2007
No importa demasiado quienes fueran. Abrieron a patadas la puerta de la escuela. Rompieron los cristales de la vitrina, sacaron varias docenas de libros y los apilaron a unos metros de la fachada, en el mismo lugar donde por las mañanas jugaban las niñas a saltar la cuerda: “El nombre de María, que cinco letras tiene, la “m”, la “a”, la “r”, la “í”, la “a”, Ma-rí-a”. Echaron sobre el montón de libros la fotografía del Presidente de la República, arrancaron la bandera roja, amarilla y morada que ante la ausencia de viento dormitaba un confiado sueño, rociaron con gasolina aquel amasijo de símbolos, prendieron fuego y una llamarada iluminó sus rostros. Se volvieron hacia la fachada de la escuela donde sus sombras, como si tuvieran vida propia, habían iniciado una macabra danza. Unos metros más allá, alguien, no importa quién fuera, lloraba tras los cristales, lloraba en silencio el llanto amargo de la impotencia. Las llamas de la hoguera devoraban los libros que don Hospicio, el maestro, había logrado reunir solicitando donaciones al Ministerio de Instrucción Pública, a la Diputación de Huesca, al Servicio Provincial de Inspección. La mayor parte de ellos eran propiedad del maestro y constituían su humilde biblioteca.
La escuela se había inaugurado el 17 de septiembre de 1933. Aquel día fue una fiesta. Todo el pueblo se reunió, endomingado, en la explanada, bajo la sombra de los castaños. Aún parecían resonar las palabras que las autoridades pronunciaron desde el propio balcón de la escuela. La mejor manera de trabajar por la República era inaugurar una escuela a la que acudirían los niños durante el día y los adultos por la noche. La escuela era la auténtica casa del pueblo. Allí estuvo él, Ildefonso Beltrán, el joven inspector jefe de la provincia. No podía disimular la emoción. El Ayuntamiento de Lasieso había decidido que la escuela llevara su nombre y el cantero labró en la piedra negra Escuela Nacional Mixta I. Beltrán. Era el reconocimiento a las gestiones del inspector para que Lasieso fuera incluido en los planes de construcción de escuelas del Gobierno. Rodolfo Llopis, el Director General de Primera Enseñanza, repetía que había que sembrar el país de escuelas. Esto fue lo que se pretendió con el Decreto que aprobaba la construcción de 27.000 nuevas escuelas. Y el Sr. Beltrán consiguió que una de ellas se levantara en Lasieso. Cuando el alcalde le invitó a decir unas palabras, Ildefonso Beltrán habló de los hombres que habían traído la República, habló de igualdad, de justicia y del bienestar que proporcionaba la cultura. Habló de la democracia, de la dignidad de todos los seres humanos y de la injusticia que se materializaba en que la mitad de los habitantes del pueblo no supieran leer. La monarquía –concluyó Beltrán- prefería que permaneciéramos en la ignorancia, pero esta República que anunciaron los capitanes Galán y García Hernández nos necesita instruidos y libres. Los aplausos ahogaron las últimas palabras de Ildefonso Beltrán. Se escucharon vivas a la República. El alcalde descolgó la cortinilla que ocultaba el nombre de la escuela, la banda de música de Sabiñánigo interpretó el Himno de Riego y todo fue una fiesta.
Cinco años después alguien lloraba tras los cristales, en la oscuridad de una habitación vacía, mientras las llamaradas de la hoguera le devolvían escenas fragmentadas, sincopadas, de lo que estaba ocurriendo fuera. Desaparecieron las fantasmales siluetas. Llamaron a la puerta de una de las casas próximas a la escuela. Allí cogieron una escalera y una maceta de albañil. El primero que pretendió encaramarse a lo alto de la escalera, cayó al suelo. El alcohol que revolvía y avivaba el odio de su corazón le hizo perder el equilibrio. Una blasfemia puso fin a las risas del grupo de iconoclastas. Comenzaron a picar las letras. I. Beltrán. Querían borrar el nombre del inspector de escuelas. La escalera estaba apoyada en la fachada y media docena de hombres se habían reunido para romper la piedra. Hacían añicos cada letra, borraban el nombre de un hombre solo, pero estaban destruyendo golpe a golpe, con cada esquirla de piedra que salía disparada, el sueño igualitario, la ilusión del tiempo de la gran ilusión, los ideales de emancipación, la confianza en la educación. Aquellos hombres destruían, aplastada por la fuerza, la razón.
Apenas conocían a Ildefonso Beltrán. Mejor dicho, no le conocían de nada. Sólo sabían que se presentó a las elecciones de febrero por el Frente Popular. Les dijeron que él firmaba la carta que ordenaba quitar el crucifijo de la escuela. No sabían que Ildefonso Beltrán (Monzalbarba, 28 de febrero de 1900) había sido maestro en Tiermas desde 1925 hasta 1927 y después en Lalueza hasta que en noviembre de 1932 se incorporó al servicio de inspección. No sabían que era amigo de Telmo Mompradé, el comandante Telmo Mompradé, el valeroso maestro que se puso al frente del Batallón de la FETE para defender la República y que moriría en la toma de Biescas. También era amigo de Simeón Omella, el maestro freinetista de Plasencia del Monte y de Ramón Acín. Ildefonso Beltrán se sentía honrado de ser el sucesor, a su manera, de Herminio Almendros, el inspector que introdujo la técnica Freinet en España y que consiguió contagiar su entusiasmo por el texto libre y por la imprenta escolar a maestros como Simeón Omella, José Bonet Sarasa o a los hermanos Carrasquer. Entre todos hicieron posible que se celebrara en Huesca, en julio de 1935, el II Congreso de la Imprenta en la Escuela. Ildefonso Beltrán abrió bibliotecas en las pequeñas aldeas, impulsó la creación de Centros de Colaboración que permitían a los maestros reunirse para intercambiar experiencias, llenó de vida el Boletín de la Inspección de Huesca y, además, se comprometió políticamente y aceptó formar parte, por Izquierda Republicana, de la candidatura del Frente Popular que ganó las elecciones en febrero de 1936. Ildefonso Beltrán envió una tarjeta a los maestros de la provincia pidiéndoles que fueran garantes del proceso electoral en los pueblos donde fácilmente se podía alterar el resultado de las votaciones. Parte de esta correspondencia cayó en poder del Servicio de Información de Falange Española y de las JONS y se añadía, como un agravante, a los expedientes de depuración. Por ejemplo, entre los documentos enviados a la comisión de depuración del magisterio se reproducía la carta de Simón Soler Valenzuela:
“Sr. D. Ildefonso Beltrán y demás compañeros de candidatura.- No puedo ser Interventor por ser el presidente de la mesa.- Haré cuanto pueda en favor de ustedes.- Les saluda su correligionario y amigo.- Simeón Soler Valenzuela.- Maestro Nacional.- Apiés (Huesca)”.
Ellos no conocían a Ildefonso Beltrán. Sólo sabían que en la oscuridad crece el miedo. Aquellos hombres armados con la pistola al cinto, la maceta de albañil y la escalera pretendían apagar la luz. Esa era la consigna: castigar a los maestros que habían sido los encargados de llevar al pueblo el mensaje de la República, los encargados de convertir a aquellos hombres rotos en ciudadanos libres y responsables. Los maestros eran las luces de la República, la luz de los humildes. Los maestros llevaban este mensaje: juntos podemos hacer un mundo mejor, un país mejor. Podemos ser felices, podemos perseguir nuestros sueños. Se extendió entre los sublevados contra la República una simple consigna: hay que apagar la luz, terminar con aquel sueño emancipatorio basado en la justicia, en la liberación de las conciencias, en la igualdad ante la cultura. Muera la luz, hágase el miedo.
En realidad, destruyendo la piedra, pretendían borrar el anhelo cultural de la Segunda República que no era otro que llevar el aliento de la cultura a los pueblos, el respeto a la conciencia del niño y del maestro, la enseñanza laica, gratuita y universal para todos. La escuela debía transformar a aquellos hombres y mujeres llamados a ser súbditos de una monarquía en ciudadanos conscientes de la República. Ése era el trabajo imposible encomendado al maestro.
El mundo termina en aquello que podemos nombrar. Las palabras son el límite de la realidad, la frontera de nuestro universo. Más allá se extiende el silencio, lo desconocido y la muerte. Aquellos nombres picaban la piedra para negar la existencia del otro, para desterrar la palabra. Sabían que estaban echando sal sobre los recuerdos, que destruían la memoria depositada en palabras. Pretendían arrancar sus nombres, lo que representaron, sus compromisos, el proyecto que dio sentido a sus vidas. Se enfrentaban la frágil luz de las palabras y la rotunda oscuridad del silencio. Y pretendían el silencio.
Quien se acerque a Lasieso enseguida descubrirá esta escuela convertida desde que el pueblo se quedó sin niños en local social. Y le sorprenderá la piedra picada. No sabrá qué palabras fueron arrancadas a la piedra porque no hemos sido capaces de restituir la memoria, nadie ha puesto palabras donde durante setenta años ha habido solo silencio. Las víctimas continúan condenadas a la injusticia del olvido y del silencio que perpetúa el miedo. Es tan doloroso el recuerdo que preferimos no pensar que aquellos hombres y mujeres eran como nosotros, se amaban como nos amamos y tenían hijas y proyectos. Les conmovían los versos, se estremecían con la música, a veces tenían frío y se dejaban llevar por sus sueños como nosotros cuando soñamos. A veces, si estaban solos, sentían miedo y crecía un abismo en su estómago cuando pensaban en el dolor de sus hijos. Extrañaban a sus amigos… Setenta años de silencio.
Hemos aprendido a vivir en las mismas calles, en las mismas plazas y bajo el mismo cielo como si no faltara nadie, como si nada hubiera pasado. La piedra aún picada grita en medio de las montañas del Pirineo que es imposible olvidar, que aún nos queda mucho por hacer, que hemos de nombrar a las víctimas, escribir sus nombres, el nombre de los asesinados, de aquellos a quienes les robaron un país, una tierra y tuvieron que marcharse lejos y –muchos, como el propio Ildefonso Beltrán- murieron lejos.
Es hora de podernos nombrar, es hora de devolver, con el recuerdo, la dignidad a las personas que fueron exterminadas por tener una idea, por el entender el mundo de determinada manera, por discrepar, por soñar o por estar simplemente vivos. Es hora de terminar con la cobardía del silencio, con el olvido que nos deja huérfanos en un mundo sin sentido.
Aquella noche una hoguera alimentada con las palabras de los libros iluminaba la fachada de la escuela y se quejaba la piedra contra el hierro. Alguien lloraba tras los cristales en una habitación oscura. Un grupo de hombres, no importa quienes fueran, se afanaban en la destrucción de todo lo que pudiera quedar vivo y, sobre todo, de las palabras preñadas del recuerdo, de la memoria que florece y germina, del legado indestructible de dignidad y de compromiso, de justicia, de modernización y de progreso.
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Víctor Juan [Tomado del catálogo de la exposición Escuelas. El tiempo detenido]
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