El 12 de mayo de 2005 se descubrió la verdad: Enric Marco era un farsante. Durante los 27 años anteriores Marco había fingido ser el prisionero nº 6.448 del campo de concentración alemán de Flossenbürg; había vivido esa mentira y la había hecho vivir: en esas casi tres décadas Marco pronunció centenares de conferencias sobre su experiencia del nazismo, presidió la Amical Mauthausen, la asociación que reúne a los antiguos deportados españoles en los campos de concentración, recibió importantes honores y condecoraciones y el 27 de enero de 2005 conmovió en algún caso hasta las lágrimas a los parlamentarios españoles reunidos en el Congreso de los Diputados para rendir homenaje por vez primera a los casi 9.000 republicanos españoles deportados por el III Reich; por lo demás, sólo el descubrimiento in extremis de su impostura impidió que tres meses y medio después de esa interpretación estelar Marco se superara a sí mismo pronunciando un discurso en el campo de Mauthausen, ante el presidente Zapatero y otros altos dignatarios, durante la conmemoración de los 60 años del fin del delirio nazi. Muchos de ustedes recordarán el caso, que dio la vuelta al mundo y llenó los periódicos de artículos llenos de improperios contra Marco; la excepción fue el que le dedicó Vargas Llosa: su título era "Espantoso y genial". El primer adjetivo es obviamente exacto; el segundo también: hay que ser un genio para engañar durante casi 30 años a todo el mundo, incluidos familia, amigos, compañeros del Amical Mauthausen y hasta algún recluso de Flossenbürg, que llegó a reconocerlo como camarada de desdicha.
Un genio o casi un genio. Porque lo cierto es que es difícil resistirse a pensar que determinadas flaquezas colectivas habilitaron el triunfo de la farsa de Marco. Éste, de entrada, fue el fruto de dos prestigios paralelos e imbatibles: el prestigio de la víctima y el prestigio del testigo; nadie se atreve a poner en duda la autoridad de la víctima, nadie se atreve a poner en duda la autoridad del testigo: la cesión pusilánime a ese doble soborno -el primero de orden moral y el segundo de orden intelectual- engrasó el embeleco de Marco. Lo hicieron también, al menos, otras dos cosas. Una es nuestra relativa ignorancia del pasado reciente en general y del nazismo en particular: aunque Marco se vendía como un remedio contra esa tara nacional, era en realidad la mejor prueba de su existencia; la segunda cosa no es quizá tan evidente. Al menos desde hace unos años el peor enemigo de la izquierda es la propia izquierda; es decir: el kitsch de izquierda; es decir: la conversión del discurso de la izquierda en una cáscara hueca, en el sentimentalismo hipócrita y ornamental que se ha dado en llamar buenismo. Pues bien, en sus intervenciones públicas Marco supo encarnar con maestría esa prostitución o esa derrota de la izquierda; o dicho de otro modo: las mentiras de Marco vinieron a satisfacer una masiva demanda vacuamente izquierdista de venenoso forraje sentimental aderezado de buena conciencia histórica. Las implicaciones del caso Marco, sin embargo, no son sólo políticas o históricas; también son morales. De un tiempo a esta parte la psicología insiste en que apenas podemos vivir sin mentir, en que el hombre es un animal que miente: la vida en sociedad suele exigir esa dosis de mentira que llamamos educación (y que sólo los hipócritas confunden con la hipocresía); Marco exageró y pervirtió monstruosamente esa necesidad humana. En este sentido se parece a don Quijote o a Emma Bovary, otros dos grandes mentirosos que, como Marco, no se conformaron con la grisura de su vida real y se inventaron y vivieron una heroica vida ficticia; en este sentido hay algo en el destino de Marco, como en el del Quijote o la Bovary, que profundamente nos atañe a todos: todos representamos un papel; todos somos quienes no somos; todos, de algún modo, somos Enric Marco.
Tal vez por ello Santiago Fillol y Lucas Vermal han titulado más o menos así un documental sobre Marco que se estrena estos días: Ich bin Enric Marco. La película tiene muchas virtudes, pero sólo me queda espacio para destacar dos. La primera es su modestia: Fillol y Vermal no pretenden agotar las complejidades del personaje; de esa limitación extrae la película toda su fuerza. La segunda virtud no es menos esencial. Como sabe cualquier buen mentiroso, una mentira sólo triunfa si está amasada con verdades; la mentira de Marco no fue ninguna excepción: era verdad que durante la guerra había estado en la Alemania nazi, pero no como prisionero republicano sino como trabajador voluntario de Franco; era verdad que los nazis le habían encerrado, pero no en el campo de Flossenbürg sino en la ciudad de Kiel, y no por su militancia antifascista sino, quizá, por mero derrotismo. Fillol y Vernal tienen el acierto de llevar a Marco a la mentira a través de la verdad, y no al revés, y de ese modo no sólo lo muestran peleando a brazo partido con su mentira sino peleando por vindicar la verdad de su mentira, peleando todavía por vindicarse a sí mismo como víctima, peleando todavía por imponer la mentira a la verdad, peleando por sí mismo. Peleando. Es un personaje fascinante. Es una película fascinante. Vayan a verla.
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