Para María Luisa Capella,por la memoria, por la poesía
¿Para qué sirve un peine? No, no se trata de una pregunta retórica, ni de una perogrullada. Sé, igual que ustedes, cuál es el uso más frecuente que se le da a un peine. También conozco algunas otras maneras de utilizarlo, como quienes con un papel y una gran habilidad lo transforman casi en una armónica y son capaces de hacer música, por ejemplo. Sé que los peines suelen viajar –como dicen los vendedores en el metro- “en la bolsa de la dama y el bolsillo del caballero”. Me enternecen cuando los veo asomados en los pantalones de los albañiles, y me consta que pueden convertirse casi en un instrumento de tortura materna si una es una niña de pelo largo y enredado.
Pero lo que no sabía es que un peine puede ser también el portador de una historia, de una historia personal, íntima; que puede decirnos de quien lo ha usado mucho más de lo que imaginamos. Un peine que se encuentra enterrado junto a un zapato, un pedazo de tela y unos botones está contándonos un fragmento de vida. ¿Quién era el dueño de esos objetos? ¿Cómo era? ¿Cómo se peinaba? ¿Qué cara ponía frente al espejo cuando lo hacía? ¿Silbaba al mojarse el pelo, como mi abuelo cuando se levantaba contento? ¿Usaba gomina? ¿Tenía el pelo lacio o chino? ¿Rubio o moreno? ¿Corto o largo? ¿Tenía hijos a los que también peinaba con cuidado haciéndoles una raya derecha antes de mandarlos a la escuela? ¿O quizás tenía una novia que lo despeinaba amorosamente cuando se encontraban? ¿En qué bolsillo tenía guardado ese peine en el momento en que lo fusilaron?
Porque sí, estoy hablando de un peine concreto, de una historia concreta, de un hombre concreto, fusilado por el régimen franquista, en un lugar cercano a Ciudad Real, en el sur de Castilla.
Esto es parte de lo que cuenta el documental titulado “Objetos personales”, y yo hoy quiero compartir con ustedes la conmoción que me provocó verlo. En un paisaje árido, seco, silencioso, que un poco me hace pensar en Rulfo –sobre todo esta semana en que se cumplieron treinta años de su muerte-, un grupo de jóvenes antropólogos trabaja con extremo cuidado y profundo amor en una de las tantísimas tumbas clandestinas que dejó la dictadura. Se estima en 114 mil el número de desaparecidos, en su mayoría víctimas de asesinatos políticos cometidos por el franquismo entre 1936 y 1950. Sabemos que el trabajo sobre la memoria ha sido complejo, por decir lo menos, en aquel país. La mayor parte de los gobiernos democráticos ha preferido favorecer el olvido (como si esto fuera posible…), y por lo tanto descuidar esa tríada fundamental en la reconstrucción de una sociedad lastimada: memoria, verdad y justicia.
Al grupo de antropólogos del que forma parte Jorge Moreno Andrés, autor del documental, no le interesan solamente los datos duros sino el vínculo con la gente, con los hijos y nietos de aquellos que fueron asesinados, con los vecinos, con los amigos. A partir de los pequeños objetos hallados en las tumbas clandestinas, los huesos van recuperando su rostro, su pasado, su historia. Las familias empiezan a hablar, a contar, a compartir el dolor de las ausencias, de las décadas de silenciamiento. Los relatos se construyen a partir de esos “objetos personales” del título, de viejas fotografías, muchas de ellas modificadas –a pesar de la precariedad de recursos técnicos de la época- para conservar el recuerdo pero sin ponerse en riesgo: se le borra al combatiente el puño en alto, se le cambia el uniforme republicano por una camisa y una corbata. Se abre, con lágrimas en los ojos, el pañuelo que el preso llevaba consigo y en el que guardaba un poco de tabaco, papel para liar cigarrillos, y algo de hilo. En otro de los documentales, “Lo que queda”, un hombre cuenta que cuando fusilaron a su tío, él, que era un niño, saltó la tapia del cementerio y le sacó lo que tenía en el bolsillo. Setenta años después muestra el pañuelo. “¿Sabes por qué está el hilo?”, le pregunta a Jorge. Y cuenta que su madre le escribía al preso notitas que escondía dentro de un dobladillo falso que le cosía al pañuelo. Lo primero que hacía él al recibirlo era descoserlo para leer esas palabras que le daban ánimo.
Un peine, un botón, una hebilla, el tacón de un zapato, huesos… Con un cepillo, paciencia, cuidado, cariño, y un sentido absoluto de la ética y la responsabilidad histórica, acompañados por los vecinos del pueblo, por uno que otro perro y alguna oveja, los antropólogos desentierran, miden, clasifican. El paisaje castellano es árido, seco, silencioso. Una mujer mayor de mirada triste cuenta: “Cuando mataron a mi padre, mi madre estaba en la cárcel. Allí recibió la noticia. Cantaba un cantar, conforme iba pasando el tiempo, que decía ‘Cuántas ganas tengo madre que termine / el bullicio de la vida en el país, / y besarte en esa cara tan bonita, / viejecita del dolor y del sufrir…”. Alguien envuelve el peine. La cámara va hacia el paisaje descarnado. La mujer sigue cantando y llorando. “Hay momentos que la pena me atormenta / al faltarme las caricias de tu amor, / siento mucho y tengo miedo que no vuelva / a tenerte cerca de mi corazón…”.
Yo canto y lloro con ella.
Yo canto y lloro con ella.
Enlace al documental: https://vimeo.com/95271373
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