http://www.lamarea.com/2015/02/08/luisa-y-antonio-un-amor-separado-por-la-iglesia/
Manuel Camacho busca los restos de sus bisabuelos, separados por un cura en los últimos años de sus vidas
Luisa Moya Morón y Antonio Espada Pabón, ambos creyentes católicos, se amaron y respetaron en la prosperidad y en la adversidad, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Todos los días de su vida. Pero lo hicieron en la intimidad, sin boda, sin ceremonia, sin curas. Él era viudo y ella, casada, fue abandonada por su primer marido, que viajó a Argentina en busca de un futuro mejor. Con él se llevó al mayor de sus tres hijos. Acababa de estallar la I Guerra Mundial y la vida siguió dura, árida y penosa en Villanueva de San Juan, el pequeño pueblo de la Sierra Sur de Sevilla donde Luisa, sola con sus dos niñas pequeñas, se ganaba la vida poniendo inyecciones, atendiendo partos, salvando a animales, amortajando cadáveres… Ni de su primer marido, ni de su hijo mayor. Nunca más tuvo noticias.
Con los años, Luisa la Caballito se enamoró de Antonio, el Sordo cache, maestro de molino y carpintero, que aportó a la nueva familia cinco hijos. De su unión nacieron cinco más. Doce en total. Hoy sólo vive Mercedes, de casi 90 años, que no aguanta ni un segundo sin llorar cuando se le pregunta por sus padres. Porque Luisa y Antonio se amaron y respetaron incluso siendo su vida más adversa que próspera, más pobre que rica… Pero no fue la muerte, como dice el rito católico. Fue la Iglesia la que los separó. Según la reconstrucción realizada por su bisnieto Manuel Camacho a partir de los testimonios de familiares y personas mayores del pueblo, en 1957, cuando ambos ya eran ancianos, un nuevo párroco impidió que aquella unión no avalada por la Iglesia continuara adelante. “Les hizo la cruz y los persiguió”, denuncia Manuel.
Desde su separación obligada, Luisa, con todos sus años encima, acudía a escondidas a cuidar de Antonio, enfermo, sordo y ciego en sus últimos días. Como un inspector de la moral –cuenta su bisnieto–, el párroco se presentaba en la casa de Antonio sin avisar para controlar que la mujer, en este caso la adúltera, según el Código Penal del franquismo, cumplía con la orden. “En una ocasión, mi bisabuela tuvo que esconderse en una pajareta, donde guardaban la paja. Otro día, intentando huir, casi se mata corriendo por las calles empinadas del pueblo”, explica Manuel emocionado. Sostiene en sus manos una fotografía de los dos juntos: ella con su cabello recogido en un moño y la frente surcada de arrugas; él, a su lado, con el pelo blanco y la mirada cargada de historias.
Tres años después, en 1960, Antonio murió con 87 años sin su mujer al lado. Ni doblaron las campanas ni hubo rezos por su alma. Sin pasar por el centro del pueblo, solo, como un animal, fue trasladado hasta el cementerio de los ahorcados, donde fue enterrado junto a aquellos que a los ojos de la Iglesia no merecían la salvación de Dios, asegura su bisnieto. “Fue un castigo, sobre todo, a mi bisabuela, a la mujer por ser mujer, que no pudo ver a mi bisabuelo ni el día de su muerte. Eso es muy doloroso, porque además los dos eran creyentes”, añade Manuel. Luisa falleció siete años después, con 78 años, cuando el cura ya se había marchado de Villanueva, y fue enterrada, porque así lo ordenó ella, en el suelo, en la tierra, sin lápida ni inscripciones, como Antonio, pero en el cementerio católico. “Llevó esa losa hasta el día de su muerte”, dice Manuel. Nadie de la familia que queda sabe con certeza dónde está ninguno de los dos.
“No quiero que esta historia termine así. Quiero encontrarlos y enterrarlos juntos, ponerles una placa donde se puedan leer sus nombres. Quiero acabar con la humillación que la Iglesia hizo pasar a un hombre bueno y a una mujer buena que lo único que hicieron fue quererse y cuidar de los suyos”, afirma Manuel sin soltar la foto de los dos. Su lucha lo ha llevado hasta aquel cura, Juan María Cotán González, que aún vive. Tras contarle la historia a una amiga, ésta se quedó perpleja al comprobar que, casualmente, se trataba del párroco de su pueblo, Gines, en el Aljarafe sevillano. Allí llegó en 1960. En 2010, 50 años después, el Ayuntamiento, con el apoyo de PSOE y PP y la abstención de IU, lo nombró hijo adoptivo. También cuenta con una calle en su honor. Según la Archidiócesis de Sevilla, numerosas personas han mostrado su cariño y agradecimiento al párroco por su labor en el pueblo.
“Sólo Dios sabe el bien tan grande que ha hecho a la Iglesia y al pueblo de Gines”, llegó a decir de él el arzobispo, Juan José Asenjo. “Llegamos a su casa y nos recibió amablemente. Después de recordar su paso por Villanueva, contar batallitas y alardear de las peticiones que le hacía el gobernador civil para que eligiese al alcalde de turno, todo con muestras de una memoria increíble, le puse la foto de mis bisabuelos por delante, la cogió, la puso boca abajo en la mesa y, nervioso, comenzó a cambiar de tema”, relata Manuel. Ante su insistencia, el párroco, ya jubilado, aseguró no acordarse de nada pero se prestó a averiguar dónde estaban enterrados. Anotó sus nombres en un papel y el número de teléfono de Manuel, a quien llamó a los pocos días: “Manuel, apunta… me dijo nervioso. Y comenzó a leer las partidas de defunción”. Manuel respondió que aquellos papeles –que saca de una carpeta donde conserva como oro en paño las fotos de sus familiares– ya los tenía: “Entonces me dijo que no me podía ayudar, que no los recordaba, que me pedía perdón por el daño que me hubiera podido causar pero que no creía que tuviera ninguna culpa porque siempre actuó según las leyes del momento”.
Recuperar el amor
Preguntado por La Marea, Juan María Cotán insiste en que no recuerda nada de aquella historia: “Al cabo de 60 años, imposible. Aunque tuviera muy buena memoria y quisiera complacerlo [a Manuel Camacho], imposible. Imposible. No recuerdo nada. Le remito a uno que esté puesto en derecho canónico. Pregunte en el tribunal eclesiástico de Sevilla”, argumenta en conversación telefónica. No recuerda la historia pero tampoco niega que pudiese haber ocurrido de esa forma: “Entonces lo único a lo que me podía remitir era a la ley que me obligaba a mí, otra cosa no”, alega. El párroco añade que ha intentado ayudar a Manuel para saber dónde estaba enterrado su bisabuelo: “Hice las gestiones pero no hay señal de ninguna clase, porque está enterrado en el suelo, según me dijeron. Ahí la única posibilidad que hay es una investigación científica, otra cosa no”.
Manuel, con las fuerzas que le da esa tierna foto a la que se agarra como un clavo ardiendo, seguirá peleando para reparar el honor y la dignidad de dos personas que se amaron a pesar de las adversidades y la pobreza, a pesar de las leyes del franquismo y de la Iglesia. “Esta historia de amor no se puede olvidar, tengo que recuperar ese amor”, concluye su bisnieto, a quien ya le ha dicho Mercedes, la hija viva de Antonio y Luisa, que si los encuentra le estará agradecida durante toda su vida. El castigo a su bisabuela y a su bisabuelo es solamente una parte de las canalladas a las que la dictadura sometió a su familia. Fusilaron a su abuelo en 1937 y, poco después, raparon y vejaron a su abuela, a quien se le murieron dos hijos de hambre. Una de las supervivientes, la madre de Manuel, falleció sin hablar, con todo ese dolor dentro. “Yo tenía 20 años y nunca me contó nada de eso. Hasta que no empecé a interesarme por el tema, por mis raíces, todo aquello se mantuvo como un tabú por el miedo que suscitaba”. Las tres, bisabuela, abuela y madre, se llamaban Luisa.
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