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PRIMER AÑO DE GOBIERNO DE BARCELONA EN COMÚ
El cambio de las placas de algunas calles supone una oportunidad para la recuperación de una memoria social y popular en Barcelona.
30/09/15 · 7:00
Cruce de dos calles en Barcelona.
Entre las primeras, y más que nada simbólicas, medidas del Gobierno de Barcelona en Comú en la capital de Catalunya, podemos encontrar aquellas destinadas a cambiar el nombre de algunos emplazamientos –calles y plazas- que mantienen una relación directa con determinados y nefastos personajes, como Antonio López, o, incluso, con dinastías completas, como los propios Borbones, alejadas de los nuevos tiempos políticos que recorren la ciudad.
Como no podía ser de otra manera, esta cuestión ha levantado ampollas inmediatas en determinados grupos sociales. De este modo tenemos, desde los que consideran que existe una sobredimensión simbólica de determinadas instituciones –como el propio Ajuntament–, pasando por los que aprovechan para englobar esta dinámica dentro del propio Procés, hasta aquellos que piensan que el actual nomenclátor refleja una parte de la historia de Barcelona y, como tal, habría que respetarla. Sin duda, si algo evidencian estos pareceres es el inherente carácter conflictual de la realidad urbana; un carácter que, en esta ocasión, se manifiesta a través de los símbolos que pueblan su entramado.
Y es que lo que se está cuestionando es la propia memoria de la ciudad, una memoria construida desde y por el poder y cuyo papel sería, entre otras cuestiones, fomentar la adhesión a unos determinados valores y prácticas erigidos desde dicho poder a través de la (re)construcción de la memoria colectiva local.
Sin embargo, contra dicha memoria, que en Barcelona se identificaría con el urbanismo, el diseño, las nuevas tecnologías, lo multicultural y demás elementos exhibidos por la maquinaria memorística municipal, ya vienen, desde hace tiempo contraponiéndose la memoria de los perdedores, auténticas contramemorias o antimemorias vinculadas a hechos que, no por menos conocidos, serian menos importantes. En este sentido tendríamos la memoria cooperativista y obrera de Sants y Poblenou; la de la Rosa de Foc y el movimiento anarquista y revolucionario de buena parte de la mitad del siglo XX o aquella vinculada a la Barceloneta popular, con sus clubs de natación y su vida en la playa.
Ni que decir tiene que la capacidad de influencia de unas y otras es ampliamente desigual, pues la primera contaría con el apoyo, el fomento y el interés de las propias instituciones y sus poderosos e interesados aliados de clase, mientras que la segunda sólo con el esfuerzo y la atención de sus propios actores y herederos. Memoria y antimemoria juegan en distinta liga.
Sin embargo, hete aquí que la presencia de una nueva fuerza política en el Ajuntament, con cierta trayectoria y vinculación con los movimientos sociales, abre la posibilidad de que esta memoria de los perdedores se abra paso en la Barcelona del siglo XXI. Si hace más de cien años, desde los poderes liberal-burgueses de la ciudad, se utilizó el nombre de las calles del recién estrenado Eixample para construir una Barcelona acorde a sus intereses industriales y culturales –de ahí que el nomenclátor esté plagado de referencias a ilustres industriales y autores de la Renaixença–, algo que, por otro lado, encajaba perfectamente en los aires regeneracionistas que campaban entre las élites del resto del Estado, ahora se presenta la oportunidad de darle la vuelta a la situación apostando por otras referencias, tradicionales unas, republicanas otras, acordes con una realidad bien distinta que existe, desde hace tiempo, en la ciudad.
El mismo derecho que asistió a los iniciales próceres decimonónicos en el diseño del entramado urbano de Barcelona, asiste ahora a los nuevos ocupantes del Ajuntament en su misión de cambiar dicha hegemonía. Sin embargo, Barcelona en Comú ha comenzado jugando la baza de la memoria colectiva, pero gobernar una ciudad debería ser, sobre todo, un asunto de justicia.
Hay que ganar la batalla simbólica, pero también la social
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