divendres, 2 de novembre del 2012

La mujer durante el franquismo - 3ª parte.



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2 de noviembre de 2012


 

MUJER Y TRABAJO.



AL TÉRMINO DE LA GUERRA CIVIL.

Al terminar la guerra, y ante la imposibilidad de poner en marcha la economía, que respondiera a las necesidades más imperiosas y, como consecuencia, la creación de más puestos de trabajo, se había producido otra batalla, la de lograr reducir el paro, a base de arrinconar a la mujer, que durante la guerra había sustituido a los hombres donde fue necesario.
Por el fuero del Trabajo se apartaba a la mujer del trabajo fuera de casa. El Estado regulará el trabajo a domicilio y liberará a la mujer de la oficina y de la fábrica. Más tarde se aprobaba un Decreto en el sentido de que el nuevo Estado trataría de que la mujer dedicase su atención al hogar separándola de los puestos de trabajo . otra de las medidas a tomar fue la pérdida del empleo a la mujer casada cuyo marido rebasara una cifra determinada de ingresos.
También se implantó el subsidio familiar de 30 pesetas, mensuales a partir de dos hijos, con aumentos escalonados según el número de ellos, instituyéndose además, incitaciones a la natalidad. Sin embargo, a partir de 1946 se privó de este plus familiar para todos los hombres trabajadores cuyas mujeres lo hicieran también.
El nuevo Estado no sólo se preocupaba de liberar a la mujer proletaria de la fábrica, también se preocupó de liberar a la mujer educada de un trabajo prestigioso y productivo y en los años cuarenta se le cerraron los siguientes puestos: abogado del Estado, Agente de Cambio y Bolsa, médico de Prisiones, Técnico de Aduanas, Fiscal, Juez, Magistrado, entre otros.
Se hizo necesario crear condiciones legales ideológicas y culturales que tendían por una parte a limitar el acceso de la mujer al trabajo y, por otra, a dirigirla hacia sectores tradicionalmente considerados femeninos (servicios, fábricas textiles, de calzado, tabacalera, escuela elemental y maternal). Muchas de ellas pudieron experimentar las diferencias de salario, que llegaba a un 30%. Además, en muchos centros, las obreras en el momento de casarse eran despedidas, con una indemnización suavizada con el nombre de dote nupcial.
Y sin embargo, al margen de las declaraciones oficiales, miles de mujeres trabajaban en el campo diariamente mientras la Sección Femenina de FET y de las JONS organizaba cursillos de puericultura, labores, cocina, decoración y jardinería. Aunque en 1940 en el sector agrícola los hombres constituían el 94,5% estos datos no significaban que la mujer no realizase trabajos agrícolas, ya que cada 100 mujeres que trabajaban en el campo, 70 lo hacían en concepto de ayuda familiar, sin cobrar salario alguno, por lo que no figuraban en ningún tipo de censo. En el sector industrial sólo participaban un 15% de mujeres y en el sector servicios casi un 23%. Sin embargo, una forma de trabajo que técnicamente entraría en el sector servicios, el trabajo asalariado como servidora doméstica, agrupaba a finales de los 40 a más de medio millón de mujeres, con una tarea próxima a las catorce horas diarias.
Trabajar fuera de casa en una sociedad como la que existía durante la dictadura franquista, que recoge la diferencia entre lo exterior y lo interior, representa un paso importante en la lucha por la liberación de la mujer, pues rompe con la separación entre lo privado y lo público y permite a las mujeres tener una mayor conciencia de su condición. Pero es importante no caer en la trampa de aceptar sumisamente y con resignación la situación opresiva de lo que significa el mundo del trabajo, tal y como estaba en esos momento concebido para las mujeres. Y es necesario también, conocer los obstáculos con los que se encuentran en la práctica muchas mujeres trabajadoras en las sociedades industriales, quienes la mayoría de las veces no son consideradas en un plano de exacta igualdad con los hombres.
Trabajar fuera de casa, manteniendo al mismo tiempo la organización de la familia actual, obliga a muchas mujeres a realizar un complicado esfuerzo para no desvalorizarse a sí mismas ni quedar desvalorizadas ante los demás. Entre otras cosas, porque la fuerte presión social, inculcada de ideología patriarcal, intenta culpabilizar a las que son madres y que al mismo tiempo trabajan fuera de casa, ya que su entrada en el mundo exterior implica la debilitación de papel que la sociedad le otorga en primer lugar, que es el de cuidadora y educadora de la familia.
El burgués del siglo XIX creía que se prestigiaba como persona social si conseguía convertir a la esposa y a los hijos en inactivos, al margen del mundo del trabajo, y solo empezó a aceptar que sus mujeres trabajasen si se dedicaban a los oficios que en cierto modo, alargan el concepto doméstico del trabajo femenino y suelen ser ayudantes, como el de mecanografía, secretaria, dependienta o enfermera. Sin embargo, se acepta sin culpabilización alguna que miles y miles de mujeres proletarias realizasen trabajos agotadores en los talleres o fábricas y en el campo, puesto que su mano de obra, barata y mal considerada, era necesaria para la economía del Estado.
Pero, de una forma u otra, el caso es que la gran mayoría de las mujeres de la sociedad industrial ha entrado en el mundo de la producción por la puerta de servicio. Casi siempre se les ha encargado tareas manuales, rutinarias, sin interés y sin posibilidades de creación individual. Su salario es, por lo general, inferior al de sus compañeros hombres, aunque realicen trabajos similares, y pocas veces se las promociona, aunque valgan para ello, para que ocupen cargos directivos o de mayor responsabilidad. Se ha infiltrado de tal modo la ideología patriarcal dentro del trabajo, que se acostumbra a mantenerlas en condiciones inferiores y de clara subordinación a sus compañeros, ya que se da por sentado que un compañero varón se siente humillado si una mujer le da órdenes. Estos factores psicológicos son de carácter histórico y cultural, pero se han introducido en el subconsciente de hombres y mujeres, condicionando sus relaciones laborales. Muchas mujeres, a su vez, llevan sus aspiraciones hacia aquellas profesiones llamadas femeninas, y se autoexcluyen, desde la adolescencia, de otros oficios que les traerían más satisfacciones, por temor a entrar en un terreno que les han enseñado a no considerar como propio. Desde niñas están destinadas al matrimonio, y el trabajo solo es pensado como algo transitorio o secundario, aunque muchas de ellas hayan desgastado su mente y su cuerpo toda la vida para ayudar a mantener a la familia.
Por otra parte, en momentos de fuerte regresión económica y de gran falta de trabajo, las mujeres son vistas como competidoras por sus compañeros de trabajo, los cuales se reafirman en las posturas más conservadoras reclamando que el lugar de la mujer está en su casa. El hogar vuelve a ser de nuevo el refugio protector contra el mundo exterior, y la esposa, el paraíso perdido de los hombres que tienen que luchar por su propio derecho al trabajo. Y entonces las mujeres han de aceptar trabajos casuales para ayudar a la frágil economía familiar, trabajos mal pagados y desprestigiados socialmente.
Se ha olvidado, entonces, a la mayoría de las mujeres en la zona de las llamadas profesiones femeninas, que prolongan la vida doméstica de la cocina, costura, e incluso del cuidado de la belleza, aunque aquí también se admite que en la cima de la pirámide están los grandes cocineros , modistos y peluqueros, pues los hombres son creadores y las mujeres artesanas. Se atribuye al hombre el poder de la creación e invención, y se hace creer a las mujeres que son solo transmisoras del pensamiento masculino.
EL TRABAJO DE LA MUJER A FINALES DEL FRANQUISMO.
LA DOBLE TAREA DE LAS MUJERES TRABAJADORAS
Al no considerar que las tareas domésticas forman parte de la vida laboral de millones y millones de mujeres, se ha desprestigiado socialmente el trabajo del ama de casa y se la ha reducido a la nada económicamente. Por otra parte, casi todas las mujeres que trabajan además fuera del hogar se ven forzadas a llevar cotidianamente una doble jornada laboral, dentro y fuera de la casa. El lenguaje publicitario describe muchas veces, sin proponérselo, la vida del ama de casa que, además, trabaja.

No es de extrañar que el absentismo femenino sea, según las estadísticas, superior en las mujeres casadas y con los hijos menores que las solteras, lo que prueba que es la doble responsabilidad lo que les resulta agobiante y no el hecho de trabajar fuera de casa. La mujer trabajadora casada no dispone de tiempo libre para sí misma, pues se duplican sus 40 ó 48 horas semanales entre el trabajo fuera de casa, las tareas domésticas y los constantes desplazamientos. Su vida se transforma, normalmente, en una espiral enloquecida que pasa por una triple función agotadora, como es la de trabajadora, esposa y madre. El desgaste físico y mental se hace casi inevitable.

Aquellas mujeres que han conseguido ser respetadas y valoradas en el mundo exterior del trabajo, sea profesional o artístico, muchas veces se convierten en seres mimados por la misma sociedad que discrimina a la gran masa de mujeres trabajadoras. Si no se dan cuenta que son unas privilegiadas y que han podido realizarse gracias a su origen acomodado o porque han renunciado a facetas más íntimas de su vida personal, pueden ser utilizadas como falsos ejemplos tendentes a demostrar que , en esta época de autarquía, cualquier mujer se liberará con solo conseguir un trabajo. Ciertas teorías de apariencia liberal tratan de hacer creer que en este mundo solo es posible ser una profesional si se renuncia a una relación afectiva estable o la maternidad. Esta separación ha arrastrado a algunas mujeres a la frustración, a una amarga soledad, a una vida que las lleva a renunciar a importantes aspiraciones, pues es difícil tener una clara conciencia de que esta opción no es más que una rígida imposición social. 

Por otra parte, la ideología del hombre burgués, que en el siglo pasado quiso colocar, para su prestigio, a la mujer dentro del altar pasivo del hogar, ha transcendido a otras clases sociales, y hoy muchos maridos proletarios se sienten orgullosos de que sus mujeres no trabajen, de que ellos puedan mantenerlas. Se admite como natural el prejuicio de que el marido, que representa la máxima jerarquía dentro de la familia, se sienta desgraciado si su mujer gana más dinero que él.

Así, las sociedades industriales avanzadas han mantenido el mundo del trabajo en base a la rígida estructuración entre el mundo exterior y el mundo interior. Muchas mujeres se sienten dentro del mundo del trabajo productivo como miembros ajenos y circunstanciales. Se piensa en la necesidad del trabajo femenino solo cuando favorece a los intereses de una minoría, puesto que la economía capitalista se desarrolla en aras de mayores beneficios para unos pocos y no se considera el derecho , real y no solo formal, al trabajo para todos, hombres y mujeres , como un derecho propio. La organización jerárquica patriarcal se prolonga en el campo de las relaciones laborales, y muchas mujeres lo aceptan con resignación.

La incorporación de la mujer al mundo del trabajo es, por tanto, un paso importante y decisivo, pero no el único medio en la lucha por su liberación, ya que al mismo tiempo es necesario que se transforme el concepto actual de trabajo desequilibrado y se creen las bases para que desaparezca la opresión y marginación de la mujer dentro del hogar. 


EL PAPEL DEL AMA DE CASA

En la sociedad franquista, se considera el trabajo del ama de casa como improductivo, puesto que no proporciona productos acabados y solo están destinados al uso. En una sociedad en que solo se valora a las gentes por lo que ganan, el trabajo de las amas de casa carece de valor y prestigio, de una forma tal que ha condicionado, incluso, la psicología de las mujeres. Se ha estudiado sólo la economía externa, industrial y rural, y en muchas ocasiones se ha marginado la economía familiar, puesto que es tradicional en cuanto a su tecnología y modos de producción. De ahí que se considere a las amas de casa como población inactiva.

A pesar del avance tecnológico de la sociedad occidental, dentro del hogar, la relación entre el marido y la esposa es comparable a la que mantenían los hombres durante el feudalismo: los siervos trabajaban para el señor a cambio de protección. La mayoría de los servicios, que podían ser atendidos por servicios colectivos, como el cuidado de la salud, la transformación de alimentos para su consumo, la protección de niños y ancianos, la limpieza, etc., siguen siendo atendidos individualmente por el ama de casa a través de la organización familiar y en el centro más universal y, al mismo tiempo, más aislado: el hogar. El proceso del tiempo doméstico se ha estancado frente al del trabajo industrial porque no se considera rentable. No importa el tiempo que se gasta en este trabajo, pues este tiempo no tiene ningún efecto sobre el capital. Lo que realmente importa es que el trabajo rinda beneficios. La socialización del trabajo doméstico, que podría ser posible si la sociedad se reorganizara de otra forma, no tolera beneficios directos ano ser que se necesite la mano de obra femenina. 

Es en la vida cotidiana del ama de casa donde resulta más evidente la contradicción entre la legislación y la realidad de todos los días. A los niños se les educa para hacer algo en la vida mientras que a las niñas, principalmente, se les encamina para estar en la casa. El hogar será su mundo en el futuro: ahí gobernarán. Las consecuencias psíquicas de una clasificación socio−económica tan rígida son, en gran parte, determinantes, pues las niñas crecen inseguras y con miedo a ese mundo externo que les está, más o menos, negado. 

Económicamente, el matrimonio es el intercambio de la parte de salario que aporta el varón por los servicios que aporta la mujer mediante su trabajo en el hogar. La casa es un centro de trabajo que compra al exterior los bienes de consumo, los reparte, los trasforma para ser consumidos, los vuelve a comprar y los vuelve a consumir. Es un trabajo que empieza y termina todos los días. Además de este trabajo, existe la otra función del ama de casa: la reproductiva. Concebir hijos, cuidarlos, criarlos con el fin de que a su vez se incorporen a la producción externa, si son varones, o doméstica, si son mujeres.

El trabajo doméstico se convierte en una rueda inacabable de pequeñas tareas no especializadas, pero que suplen infinidad de trabajos externos, como el de limpiadora, enfermera, cocinera, planchadora, pedagoga, etc. Para suplir servicios tan diversos se necesitaría una masa laboral superior al número de amas de casa, de ahí su necesidad económica. 

Pero detrás hay una ideología que define este trabajo como esencial y que lo convierte en inalterable. Se sustenta, este trabajo, con la idea de que la posición natural de la mujer está dentro de la familia. Además de que se le niega socialmente el carácter de trabajo, éste no es intercambiable, pues el único lugar donde se desarrolla es el propio hogar. No es creativo sino rutinario y no se dispone de libertad para elegir un tiempo propio. No existen vacaciones ni jornadas laborales, pues aunque el ama de casa, según su clase social, disponga de horas de ocio, su tiempo está condicionado por los horarios de los demás miembros de la familia. Y difícilmente se puede optar por el abandono de este trabajo. 

El papel del ama de casa ha condicionado en gran parte la conciencia femenina y no es de extrañar que la subordinación y sumisión que éste implica haya sido el gran determinante en la lucha del nuevo feminismo, más acusado a finales de la dictadura del General Franco. Y que considera que solo liberándose del trabajo doméstico, como una imposición social, económica y cultural, socializando las tareas que el ama de casa tiene que asumir individualmente, será posible distinguir una autonomía auténtica de la mujer.