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lunes, 19 de enero de 2015
Por la ventana de la prisión de Barranco Seco se veía correr ese invierno el agua por el barranco de Guinigüada, los canarios del monte habían bajado de la cumbre unos meses antes, cantaban desesperadamente, el frío inundaba aquella celda compartida, la número 347, la misma donde unos años antes se produjo aquel intento de fuga de Manuel “El clavería”, que fue asesinado por la guardia civil desde las almenas cuando ya llegaba a la carretera del centro. Solo una ráfaga fue suficiente desde aquel viejo subfusil, el peculiar ladrón de La Aldea se derrumbó acribillado a balazos, antes de quedar acurrucado en la acequia con la esperanza de volver a escaparse de nuevo, pero la sangre y la muerte le cegó la vista, quedó en posición fetal como un niño recién nacido, los ojos abiertos mirando aquellas alas del cernícalo de la libertad.
El anciano Juan del Toro ocupaba aquel espacio desde hacía quince años, ya se había acostumbrado a un lugar tan reducido, donde todo podía estar al alcance de la mano solo con estirar los brazos, hasta las cucarachas que recorrían las paredes.
Antonio “El niño” acababa de llegar, lo detuvieron en el estadio mientras lanzaba unos folletos al aire, lo llevaron directo a la comisaría de la Plaza de la Feria para torturarlo salvajemente durante cinco días, no dijo nada, solo que era del Partido Comunista, no delató a Julia Valdivieso su compañera de célula, no dio ningún dato sobre el resto de camaradas, escondidos en la casa del barrio pesquero de San Cristóbal desde hacía varios días.
“El niño” era un joven de apenas 25 años, estudiante de segundo de derecho en la Universidad de La Laguna, hasta que dejó los estudios al pasar a la clandestinidad. Su cara lo delataba, aparentaba mucha menos edad, se forjó en la acción directa en las calles de Las Palmas, recorriendo cada barrio en todo tipo de reuniones prohibidas, salidas nocturnas a escribir las paredes, aquellas tardes inundadas de ternura en la casa de Julia, inolvidables conversaciones con la joven muchacha hija de Agustín el viejo anarquista, uno de los participantes en el intento de atentado contra un general fascista en La Laja, el superviviente que nadie conocía, al que todo el mundo, incluso la policía del régimen, lo hacían ya en Venezuela, pero llevaba ya veinte años metido en un zulo en la casa de San José, un agujero que nacía en el palomar de una azotea casi inaccesible, que se adentraba en un risco volcánico, un recinto de apenas dos metros cuadrados, forrado de mantas grises de embalaje para protegerse de la humedad. Solo salía un par de horas al día, la chiquilla le llevaba la comida, el agua de Agaete en botellas de cristal con trocitos de hierro en el fondo, el momento que aprovechaba para charlar con las pocas personas que lo visitaban, el camarada de su hija y Enrique Bossa, con los que tenía ese breve contacto con el mundo, enterándose del afianzamiento de la dictadura, de los miles de asesinatos de antifascistas por toda la geografía insular.
Del Toro miró la cara de Antonio, lo observó callado cuando entró en la celda, solo de verle su barba y la melena por los hombros supo que era un preso político, no le dijo nada, solo bajó la cabeza, una especie de saludo de quien ya tiene impregnado en la piel el olor de la cárcel, la claustrofobia desesperante de los primeros meses encerrado, los malos tratos constantes de los “picoletos”, como les llamaba, personajes con tricornio que ejercían cada día la tortura, que no establecían ninguna diferencia en pisotear las conciencias, humillar, vejar, golpear el alma y destruir cualquier atisbo de esperanza.
El muchacho se tumbó derrotado en el camastro, tenía el cuerpo magullado de los golpes con las toallas mojadas, sus testículos destruidos por los electrodos de la corriente eléctrica, los golpes y patadas durante varias horas al día. Solo quería evadirse, pensar en Julia, repetir los tratados de derecho en su mente en baja voz, como quien reza o busca ocultarse de algo terrible que te persigue hasta destruirte. El viejo no dejaba de mirarlo, prendió un cigarro de tabaco negro, invitó al joven, que no quiso, le dijo que no fumaba: “Te me pareces mucho en tu mirada a un amigo que ya murió” le dijo. “El niño” no contestó solo lo miró sin curiosidad: “¿Tu no serás familia de Antonio Rodríguez de Carrizal de Ingenio? Antonio asintió sorprendido, mientras aquel anciano le contaba que trabajaban juntos en la factoría de Guanarteme, que salían los sábados por la noche a las verbenas y taifas de los pueblos, que militaban en la Federación Obrera, que vio como lo detenían los falangistas en el mismo trabajo, como lo sacaron a golpes junto a doce más, como lo metieron en aquel famoso “camión de la carne” para llevarlo a la Capitanía General de la calle Triana. Que no volvió a verlo, que supo que lo habían tirado a la Sima de Jinámar, el lugar predilecto de Eufemiano y del hijo del conde, para ajusticiar a los comunistas y anarquistas.
“Yo nunca he tenido ideología chiquillo, no sé leer ni escribir, solo se bien quien defiende a los trabajadores y quien no, pero tu padre fue un hombre grande, que dio todo por defender los derechos de los pobres de esta tierra y qué pago con su vida por ello”.
El joven lo miraba alucinado, era como una especie de encuentro mágico en medio de aquel inmenso terror, solo tuvo fuerzas para llorar, para levantarse y fundirse en un abrazo con aquel hombre destruido, así estuvieron apretados entre lagrimas un tiempo indefinido, quizá eterno, sintiendo muy adentro una ternura desconocida, algo parecido a los tiempos de felicidad, a una infancia lejana, cuando su padre lo bañaba y lo envolvía en aquella manta de lana con olor a talco y amor.
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Mujer de preso político rompe el cerco para entregar carta a Franco
(Tarragona 1.949)
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